Me despertaron despacio los pájaros con sus canciones en
diferentes tonalidades. Después, comenzó a llover.
Yo estaba medio dormida en el dormitorio alto de la casa de madera, sumergida en el valle más
escondido junto al pequeño riachuelo.
El agua comenzó a caer primero despacio, suavemente, tranquilizándolo
todo para, al instante, volcarse con mucha más fuerza y cuerpo sobre el techo
de madera y el suelo blando del campo, que rodeaba la casa.
Los pájaros seguían cantando, entonces comenzaron a sonar
pequeños cencerros de un rebaño de cabras que se acercaba. Algunos agudos,
otros graves.
El sonido venía hacia mis oídos desde las pequeñas campanitas de metal, suspendidas de los
frágiles cuellos.
Cuando rodearon la casa, todo sonó al unísono: la lluvia,
los pájaros, las campanas.
La melodía del rebaño fue cayendo, diluyéndose despacio
hasta desaparecer.
La lluvia se calmó,
me tapé mejor con la sábana blanca,
y la canción natural,
llegó a su fin.
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