La luz de la vela convertía en una montaña oscura su breve y perplejo cuerpo, proyectado en una gran sombra vigilante sobre la esquina de la habitación.
Las horas dejaron de existir. Ya no tendría que luchar contra el deseo constante generado por la impaciencia. Ese mar inagotable que empujaba en olas su interior hasta acercarla, inexorablemente, siempre con premura, a aquello que tarde o temprano acabaría por llegar.
La caja de todos los males había sido abierta y no tendría, jamás, que volver a esperar nada.
En ella encontró: el latido de su corazón.
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