El cielo gris de Berlín ataba los colores de manera que
todos caían hacia el gris, igual que mi
corazón lo hacía hacia no sabía muy bien qué lugar.
Como cada tarde andaba camino del río, junto a la isla de
los museos para poder escuchar alguna voz humana. Hacía más de un año que no
hablaba con nadie.
Perdí la capacidad de emitir alguna palabra en un momento
que ya no recuerdo. Creo que me levanté una mañana con una gran resaca, no
recordaba nada de lo qué había sucedido la noche anterior.
Junto a mi cama había mucha ropa, como si hubiese estado
buscando algo para ponerme y no hubiese sabido muy bien que vestido elegir.
Rosas, azules, faldas de todos los colores, blusas de invierno y verano, mi
camiseta preferida, calcetines, medias y sandalias de verano, todo enredado bajo los efectos de una fuerza ya inexistente.
Después de aquella mañana, no volví a hablar. Y hoy, como
cada tarde, salgo al paseo que hay junto al río, todo verde, impregnado de la música
procedente de las guitarras y las
terrazas de los bares, llenos de turistas hambrientos de algo que nunca se
llevarán, pero que se respira dulce,
sensible, huidizo, en este aire plomizo y misterioso de la ciudad de Berlín.
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