La
imagino quemándose la punta de los dedos con una colilla olvidada.
Ni
siquiera puede verme y, si lo hiciera, largaría una de sus estupendas frases,
se reiría de mi alma marrón hasta hacerme sentir que realmente existen
posibilidades.
Sobre
todo para morir, sin ningún tipo de dignidad.
Al
rato, algún amigo también borracho y vestido con un traje demasiado caro para
aquel cutre bar se la llevaría casi en volandas, mientras ella arrastra un
precioso fular por el mugriento suelo.
Yo
ocupo su lugar en la mesa. Ha dejado un par de servilletas garabateadas entre
colillas, ceniza y mucha mugre alcohólica: las almas grises, en realidad, nunca
llegan a sufrir tanto como dicen, por eso son grises.
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