5 de septiembre 1996
La luz en estos días ha dejado de brillar.
Creo que así sucedió cuando cesaron las ideas. Un blanco infinito se hizo en mí. Y no pude respirar mejor, ni soñar mejor, sólo dejé de buscar.
Federico rumiaba montones de ideas, las deshilachaba, bordaba. Las cogía o vertía en mi boca para segundos más tarde, revolvernos contra sus pensamientos ensoñados.
La voz se convierte en un mundo, en una infranqueable pared. Todo a ella sometido, a sus medidas, sus ritmos, sus mentiras y obligadas verdades. ¡No puedo jugar contigo cuando lo que necesito es saltarte!. Liberarme de tus múltiples medidas, mis paralelismos y quietos esquemas, por ti, palabra, impuestos.
La lengua impone las ideas, la identidad de los pueblos, sus barreras.
Así te siento, limitándome, acogiéndome a los pocos nacimientos que de mí brotan.
Antes, todo eran torbellinos, grandes ansias.
No sé si empequeñezco o si la mediocridad es la más voraz de las fauces. Quizás ha encontrado en mí su aposento y el vacío me llena poco a poco, de pies a cabeza, secando mis uñas, mi cuerpo, mi testa.
Eduardo, mi gran amigo, hace ovillos con las palabras, juega con ellas y, diría, que hasta se revuelca. No le tiene miedo a todos estos ladrillos llenos de multiplicidad. Se ensaña con las letras, hace suspiros y guiños, toda una fiesta.
A mí, me marginas, y quedo prisionera de los ritmos, de las escalas más simples.
Quedo embobada con el roce simple del papel y tú, brillando, quedándote plasmada, siendo del siempre, todo potencia en la nada.
Nacen otra vez las dudas, siempre nacidas de tí, a ti debidas.
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