viernes, 13 de noviembre de 2009

La besé con mis dedos


Corté con un gesto contundente aquel tesafilm para despegarlo de mis dedos y dejarlo fijado con firmeza al papel que arroparía los pinceles, hasta llegar al estudio del pintor que los estaba comprando.
La puerta de la tienda de pinturas estaba siempre abierta. Los clientes podían entrar, curiosear entre todos los materiales expuestos o esperar la cola, que siempre había, de gente esperando para comprar algo. Otros eran osados y te hacían una pregunta a gritos desde la acera, en la misma calle.
Un pequeño viento de serpiente entró de golpe por la manga de mi blusa derecha. Como un repelús. La tienda entonces cambió su tonalidad y tuve que esforzar la vista para ver bien lo que estaba haciendo. Una pequeña nebulosa de olor a primavera comenzó a mojarlo todo. Los botes de acrílico, las cajas de acuarelas, los lápices, los pinceles largos, las maderas de diferentes tamaños que atestaban las estanterías, los tubos de oleo, las telas.
Levanté la cabeza y allí estaba ella. Miraba hacia arriba, no sé muy bien hacia dónde, como pensando en las musarañas. Tenía una nariz preciosa y un alma colgada del cuello que gritaba bésame.
La atendí con muchísima atención mientras su nube de olor me abrazaba por la barriga, se colgaba de mi cuello tirando de mi blusa hacia abajo y me daba pequeños mordiscos en los pies.
Cuando acabé, ella me entregó un billete de diez. Entonces yo acerqué mi mano a la suya para entregarle el cambio. Mis dedos rozaron con suavidad la punta de los suyos. El tiempo, en un instante, se paró para dejar pegado a mi piel su olor de primavera.
Ella sonrió, como si le hubiese dicho una gracia. Y mientras yo la seguía con la mirada, dió un pequeño saltito y se marchó.
PINTURA. Tamara de Lempicka. Mujer con paloma

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