La ventana estaba abierta,
así, que decidiste saltar.
Miraste un segundo hacia atrás.
Dentro de la habitación ya no había espacio para tu existencia.
Los muebles estaban destrozados,
hechos añicos. Todos sus trozos rotos andaban desperdigados por el suelo.
Las paredes sucias, roídas por el tiempo, aumentaban la oscuridad de aquel cuartucho.
No había puerta de entrada y salida,
Solo esa ventana.
Y no fue suficiente, el lazo que te unía a las cartas de amor guardadas con naftalina en tu mugriento mueblecito, de cuando tenías 20 años.
Ni el que te mantenía en vilo por las historias contenidas en los más de 1.000 libros ahora desechos, sin orden, por el suelo.
Los mensajes de amor escritos con sangre se clavaban como alfileres a la fina piel de tus manos. Y tuviste que arrancarlos uno a uno. Sangrabas. Pero aquello suponía una liberación.
Te quitaste toda la ropa, quedándote desnuda ante la ventana.
No importaba nada, solo lo que había tras ella.
Te encaramaste y saltaste.
Desde un octavo piso.
Y, al fin: fuiste libre.
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